viernes, diciembre 29, 2006

Sexto Cómputo

Si prestas atención entre cada una de estas palabras encontrarás un pequeño poema que es la clave para encontrar una llave que permite abrir la puerta hacia un minuto crucial de tu vida en que la insanidad y la demencia se apoderaron de tu ser.

Salud por eso.


"Como ángeles que caen del cielo"

No, no es un temblor de cielo
que escupe fuegos de artificio y una impávida sonata nocturna
y ya es de madrugada, y no, no es eso.
No, no es el vómito de puercos celestes
que inunda la vida de los transeúntes que miran al cielo
con la boca abierta.
No, no son los truenos, rayos y centellas
que te van marcando la vida y te gritan dulcemente al oído que estás muerto
y lo que pisas son los cadáveres de tus tatarabuelos.
No, no es el ayer ni el mañana, ni el hoy,
ni el tal vez, ni el aullido
de una mujer que agoniza y muere hoy viernes
a las cinco y media de la tarde con un calor de los mil demonios

que seca sus ojos y el aire que cuando resucite respirará.
No, no es el eructo de un filósofo que se pudre cada mañana
en su propia pestilencia
alimentándose de esos pequeños niños
que juegan a ser poetas y le ruegan un poco de palabra.
No, él no es el dueño de la palabra.
No, no, no, no es la polémica y la noticia vieja
que te retumba y te retumba y ni siquiera son los pasos
de la amante del vecino cuando llega tipo tres de la mañana
buscando un consuelo y llora, y las lágrimas van carcomiéndole los senos
y la entrepierna.
No, no son las aves que caen de tu pelo.

No, no son las moscas que te escupen los dedos.
No, no es el viento
ni la muerte
ni el deseo de saber qué es lo que toco en este preciso momento.
No, nada de eso.

Es sólo el ruido de los ángeles cayendo del cielo.

sábado, diciembre 02, 2006

Quinto Cómputo

Hoy no son necesarias las presentaciones, hoy es simplemente la historia de un hombre cualquiera que puedes ser tú, yo, o el hijo de la luna...


Se llamaba César, un bicho raro, un hombre sin pies ni cabeza
de aquellos que duermen en las calles y se bañan en cantinas.
Era un hombre César, o la mitad de un hombre
que vaga por las noches apagando las luces con sus miradas
y bailando y pateando las tinieblas.
Era César, tenía miedo del silencio
cuando los gatos y los truenos se disputan las noches y las vidas de los muertos.
Se llamaba César de jueves a domingo,
porque tres días a la semana vivía en sus propios excrementos,
desgastando cejas, uñas, flatulencias y tormentos.
Era un hombre César, hombre de palabras necias
y sonidos guturales y la garganta henchida por el sopor del vino añejo.
Era César, gritando revoluciones a las seis de la mañana,
mientras recogía su cuerpo por las calles,
desmembrado a rabiar por los hijos hambrientos del silencio.
Se llamaba César, poeta,
elegía viviente abierta a la paciencia
de saber que el único mundo que conoce lo detesta
y le parte el alma, y le exprime la salud a cada vida que pasa.
Se llamaba César, hombre ya, adulto, de cien años y pico,
cuarenta y seis muertes, un abrigo podrido, y una seca inmortalidad que nunca muere.