sábado, noviembre 15, 2008

Decimoctavo Cómputo

No hay introducción posible para las palabras de una persona que ama. Y todo aquello que recibe por respuesta.


Él piensa. Mientras se come las uñas, y rasga las paredes con desesperación sólo puede ver los ojos de ella seguirlo lentamente, al extremo de parecer estáticos, inertes, como perdiéndose entre plegarias que suben y bajan al cielo a la velocidad de un pestañear. Ella no habla.

Él habla. La toma de la mano, acaricia su piel, recorre con sus labios cada trazo desde su hombro hasta su cuello, siente a plena conciencia que ella tiembla, tiene miedo, frío,
cansancio, está enferma, no lo sabe. Desespera. Sólo trata de inspirarle algo de ternura,
sólo busca romper el hielo, conquistar hasta el último centímetro de su corazón recitando los veintisiete poemas que memorizó para ella. Sólo para ella. Y ella no habla.

Él grita. No sabe qué hacer, llora sin consuelo, rompiendo todo a su paso, tratando de hacerle ver que sólo vive para ella. Que la ama. La ama y eso es lo único que sabe. ¿Qué es lo que ella no entiende? ¿No lo puede ver? ¿Acaso no tiene corazón? ¿Es que su sufrimiento no es importante? Ella no habla.

Él calla. Oye pasos. Mientras dos hombres interceptan la mano que sostiene el revolver, un tercero lo toma por la espalda, lo inmoviliza, y cuando trata de zafar, el extraño, casi sin consideración alguna, le pone una camisa de fuerza y le inyecta un sedante. Y entre los tres hombres se lo llevan a la ambulancia con destino a la perdición, cada vez más lejos de ella.
Él hace un último esfuerzo por ver su rostro. ¿Qué hace?

Ella no habla. En sus labios sólo descansa una lágrima.