jueves, mayo 19, 2016

Quincuagesimoséptimo Cómputo

A veces los hombres dejan de apoyarse en los silencios y hablan. Y esa palabra que sale de sus labios es casi un desahogo infantil. Hay veces que lloran. Y sus palabras se evaporan en sal. Y esas palabras, notorias y pesadas, van escociendo su lengua hasta convertirla en arena. Y entonces hay que volver al silencio y a las palabras mudas. Por tanto, si no escuchas nada, es simplemente porque se me acabaron las mentiras.


No me quites el beso de la boca. 
Déjalo que entibie mis labios 
como tus manos cuando entibian mi mejilla.

No me quites el beso.
Déjalo que ronde eterno y brillante 
en mi imaginación.
Déjalo que se haga cuerpo y sustancia.
Que envejezca en un tiempo absurdo de malas esperanzas.

No me quites el beso.
No quites tu lengua de mi boca.
No te lleves el cielo cuando hoy, más que siempre, necesito volar hasta tus ojos.
No te peines. No te despeines. No te hagas coleta.
No cuelgues en mi piel tus deseos. 
Conviérteme en tu deseo. 
Quiero tus labios. Deseo tu beso. 

No me quites el beso de la boca 
que moriré de frío sin tu calor. 
Quiero regalarte este mismo sentimiento, 
necesito que entiendas, y esto no es sólo palabrería, 
que ese roce eléctrico es capaz de encenderlo y apagarlo todo a la vez.

No me quites el beso de la boca.
Déjalo que entibie mis labios. 
Hoy tengo frío. 

No me quites el beso. 
Déjalo aquí unos minutos más. 
Que su sabor se haga aroma en mí. 
Nada temas. 
Cuando terminemos ya no estaré aquí.